Algunas veces la decisión de suspender el tratamiento no ofrece mayores dificultades. Este suele ser el caso de pacientes que se hallan en la fase terminal de una enfermedad y que, tras muchos meses o años de sufrimiento y luego de muchos esfuerzos para salvar su vida o por al menos mejorar su calidad, la muerte es inminente, y todo tratamiento resulta inútil, o tan sólo consigue la prolongación artificial de la existencia. En estos casos, frente al rápido deterioro de la condición del paciente y ante la proximidad incuestionable de la muerte, suele haber acuerdo unánime entre los miembros del equipo médico y la familia del enfermo, y la decisión, aunque siempre dramática, se hace evidente. No obstante, es una decisión muchas veces difícil de asumir, sea por la familia, sea por el equipo médico, aunque por lo general, y tras un proceso de diálogo y consultas con el religioso y el Comité de Etica del hospital, el tratamiento se retira. Pero otras veces la decisión no es tan evidente.
Es el caso de aquellos enfermos cuya condición, aunque muy mala,
es relativamente estable. Esto es, su deterioro no es tan rápido,
o es apenas perceptible, y es difícil pronosticar cuándo
ocurrirá la muerte si se suspende el tratamiento. También
sucede en estos pacientes estables, que el tratamiento mismo puede ser
mínimo (agua, alimentación, oxígeno y antibióticos),
y ninguno de sus componentes tiene de por sí una significación
extrema (como sería el caso de un respirador artificial). Aquí
deben maximizarse las precauciones procedimentales para llegar a una decisión
acertada. Ello por varias razones: