El genocidio es casi tan antiguo como la historia de la humanidad. Ha sido desgraciadamente una constante histórica a través de los tiempos y ha sido muchas veces el destino final de pueblos enteros tras haber perdido la guerra con otros pueblos(2).
El término genocidio fue usado por vez primera en su significado actual, por R. Lemkin, en 1944, para indicar la destrucción masiva de un grupo étnico así como todo proyecto sistemático destinado a eliminar cualquier aspecto fundamental de la cultura de un pueblo(3).
En el oriente bíblico, el genocidio constituía una práctica habitual y consagrada. Todo conflicto armado aparejaba, de modo inevitable, la destrucción total del pueblo vencido, destrucción que se justificaba en virtud de las creencias religiosas profesadas por el vencedor(4).
En 1282 tienen lugar las llamadas Vísperas Sicilianas y, tres siglos después, concretamente en 1572, la noche de San Bartolomé hizo de los hugonotes sus víctimas. Mientras tanto, en España, son perseguidos los moriscos, los judíos, los protestantes y erasmistas, al amparo de razones sociales, políticas y religiosas(5).
Con ocasión de la primera guerra mundial empieza a establecerse la necesidad de protección de las minorías nacionales , raciales y religiosas, pero sólo después de la segunda guerra mundial -con los crímenes nazis y con los bombardeos atómicos de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki- y con las posteriores actos de genocidio habidos durante los años posteriores -como la de los kurdos, entre otros muchos- la comunidad internacional ha sentido la necesidad de fijar normas de derecho internacional contra este crimen.
La Asamblea de la ONU, en su resolución de 11 de Diciembre de 1946 lo definió como "la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros", como un "delito del derecho de las gentes opuesto al espíritu y a los fines de las Naciones Unidas, delito que el mundo civil condena", y dispuso la elaboración de un proyecto de convención a este propósito(6).