La dictadura global y la promesa de José Martí

 

Ricardo Alarcón de Quesada

 

El tercer milenio se inicia con la consagración del embuste.  La mentira sistemática, industrializada, nos invade día y noche, por medios de tecnología en constante renovación y monopolizados por un puñado de empresas cada vez más reducido.

 

Se nos quiere hacer creer que llegamos a otro mundo, la aldea global finalmente edificada, pero nunca antes fueron tan agudas las diferencias en los niveles de vida que separan a las naciones.  Si en 1820 el PIB per cápita de los países ricos era tres veces superior al de los pobres, hoy lo es 74 veces.[1]  El número de los que viven ahora en la miseria sobrepasa al total de la población de la Tierra cuando empezaba el siglo XX.  Y la población seguirá creciendo, casi toda en el Tercer Mundo, a un ritmo de un México por año, aunque en continentes enteros descenderá la esperanza de vida y en no pocos países se reducirá, en varios millones, la cifra de sus habitantes.[2]

 

Nunca fueron tantos los que sufren hambre y desnutrición o mueren de enfermedades evitables mientras es posible aumentar las cosechas, multiplicar los alimentos y desarrollar nuevas vacunas, medicamentos y equipos médicos.

 

Jamás los conflictos armados, la violencia y la criminalidad se habían diseminado como en estos años en que no cesan de entonarse loas a un nuevo orden internacional de paz y estabilidad.

Se supone que los gobiernos no intervengan, no pueden ni deben intervenir, que sólo opere “la mano invisible” del mercado, que la iniciativa privada por si sola, sin odiosas regulaciones ni molestas trabas burocráticas, se encargará de prodigar la felicidad y el bienestar.  La política debe replegarse hasta el olvido y dejar libertad absoluta a los mercaderes.

 

Esta es, quizás, la mayor mentira.  Jamás hubo gobernantes tan fuertes e intervencionistas.  No han renunciado al ejercicio de la autoridad, ni la política ha abandonado sus antiguos fueros.  Solo que su función se ha invertido completamente.  Los mercaderes están dentro del templo y lo dirigen.

 

No es verdad que haya desaparecido el estado y que en su lugar se estableciera una suerte de anarquía universal.  En realidad el nuevo orden internacional es resultado de la imposición gubernamental.  Es, concretamente, consecuencia de la hegemonía indiscutida de un gobierno que tiene nombre y apellido, el que dirige el imperio estadounidense.

 

Nunca, en ningún otro momento de la historia, alcanzó un grupo de individuos poder comparable.  Lo ejerce sobre aliados y adversarios, en las relaciones económicas y las instituciones internacionales, maneja gobiernos extranjeros transformados en dóciles instrumentos y afecta a los trabajadores y al pueblo norteamericano del que extrae hoy más ganancias que en cualquier otra época y a quienes aplasta bajo un sistema que lo tercermundiza y enajena.  En el país más rico y poderoso 43 millones de personas carecen de seguro médico, una parte significativa de la población vive en la pobreza y la educación está en crisis.  Tampoco es parejo el disfrute de las nuevas tecnologías.  Una encuesta que acaba de publicar la Universidad de Massachusetts revela que en varias comunidades urbanas del Nordeste –que incluyen Boston y New York- el 56 porciento de los entrevistados conoce “poco o nada” acerca de Internet y el 80 porciento de ellos está ansioso por conocerla.  Según el Departamento de Comercio sólo el 16 porciento de las familias latinas y el 19 porciento de las afroamericanas tienen acceso a ella.[3]

 

Se trata de instaurar una dictadura global de la que no escapa la Organización de Naciones Unidas.

 

Por tener en su territorio la Sede de la Organización, Estados Unidos ha obtenido durante años pingües beneficiosos, ingresando miles de millones de dólares procedentes de los gastos que se ven obligados a hacer en Nueva York tanto la Secretaría de la ONU como el conjunto de sus agencias y organismos y los representantes diplomáticos de todo el mundo.  Desde hace años, sin embargo, Washington ha impuesto una situación doblemente anómala:  siendo el único país para el que se estableció un límite máximo a la cuota que debe pagar al presupuesto de la Organización, sin aplicarle a él los mismos parámetros que rigen para los demás, como si ello no bastase, incurrió además, en una prolongada mora en el desembolso de su reducido aporte financiero.  Según la Carta de San Francisco esto último debía haber causado la pérdida de sus derechos.

 

Pero ocurrió al revés.  La ONU negoció con su mayor deudor y este convirtió su deuda en un instrumento de chantaje y de presión.  A cambio de pagarle una parte de lo que le debía, la ONU aceptó una reducción adicional a aquel tope y se comprometió, asimismo, a realizar cambios en su gestión administrativa para satisfacer demandas norteamericanas.  Antes, el Consejo de Seguridad había recibido, en una insólita sesión, al senador Jesse Helms, el más furibundo enemigo del sistema multilateral quien, por supuesto, saludó jubiloso un arreglo que más bien ilustra la vergonzosa rendición del mundo ante la arrogancia del Imperio.

 

Estados Unidos no tenía motivo alguno para quejarse de la ONU.  Aparte de ser el principal beneficiario de su presupuesto se ha valido de ella para realizar sus objetivos de política exterior.

 

Lo ha hecho dictando las normas y condiciones para el suministro de asistencia a los países subdesarrollados que ya es prácticamente inexistente.  Lo que sí ha crecido sin cesar es el empleo de la ONU y especialmente de su Consejo de Seguridad, sometido invariablemente a Washington, como instrumento de intervención e ingerencia en todo el mundo.  De hecho, ha conseguido enmendar y adulterar los propósitos y principios de la Carta de San Francisco sin haberlo autorizado jamás la comunidad internacional.  En los últimos años la ONU ha sido más activa que nunca y se ha involucrado en conflictos internos de algunos estados, al socaire de una llamada “diplomacia preventiva” o de la denominada “intervención humanitaria’,  pseudodoctrinas impuestas arbitraria y selectivamente según sean los intereses norteamericanos.  Cascos azules inspeccionan y controlan elecciones, organizan, establecen y reemplazan gobiernos y dirigen y supervisan policías locales.

 

Al mismo tiempo, porque se lo impide Washington, nada hace la ONU para llevar a la práctica sus propias decisiones las que sí fueron discutidas y aprobadas democráticamente.  El conflicto del Medio Oriente es también una interminable sucesión de resoluciones que no son respetadas y de cuyo cumplimiento nadie se ocupa.  Los compromisos de cooperación para el desarrollo de los países subdesarrollados fueron letra muerta desde el día de su adopción:  casi nadie se acercó nunca a la modesta promesa de entregar, para esos fines, el 0,7% del PIB.  Las solemnes declaraciones suscritas en Conferencias extraordinarias de Jefes de Estado sobre cuestiones vitales para la humanidad, son textos olvidados o abiertamente repudiados como es el caso, para poner un solo ejemplo, de los referidos a los problemas de la contaminación del medio ambiente, el calentamiento terrestre y los cambios climáticos.

 

Pese a que dedican gran parte de su tiempo y recursos a vigilar procesos electorales, ni las Naciones Unidas ni la OEA, se han enterado aun del más escandaloso fraude electoral que acaba de ocurrir, precisamente en el país, donde ambas tienen sus Sedes.  De ese asunto no se han ocupado a pesar de que hubo en él todo tipo de violaciones incluyendo el haber privado de su derecho al voto a una cifra cercana a los 180 mil electores.  El super-estado mundial es administrado ahora por un régimen carente de respaldo moral y desprovisto de legitimidad.  Estados Unidos se arrogó caprichosamente la posesión de un sistema político pretendidamente superior que trata de imponer, como modelo exclusivo, al mundo entero.  Primero vació de todo contenido al ideal democrático –todo sería reducido a lo que denominan “elecciones competitivas”-, después, con la creciente mercantilización de la política, convirtió tales “competencias” en una farsa de la que no participa la mayoría del pueblo y ahora transformó la farsa en un espectáculo bochornoso y antidemocrático.  Hans Kelsen desenmascaró hace tiempo el carácter ficticio de la llamada “democracia representativa” pero difícilmente pudo imaginar el vergonzoso lodazal en que ella podría hundirse.

 

La nueva administración, engendrada de modo tan crapuloso, amenaza al mundo con nuevos y mayores peligros para la paz y la supervivencia humana.  Entre sus anunciados planes está la anulación del tratado ABM y el desarrollo del llamado sistema nacional de defensa estratégica, es decir, el despliegue de nuevos misiles nucleares para enfrentar inexistentes adversarios.  Es el regreso a la guerra de las galaxias que Reagan concibió en medio de la guerra fría.  Se trata de desencadenar otra carrera armamentista sin justificación ni sentido.

 

Un sistema esencialmente irracional requiere para perpetuarse fabricar conflictos e inventar enemigos.

 

Terminó la guerra fría pero, la OTAN lejos de desaparecer, crece, entró finalmente en acción, extiende su área de operaciones y asume además funciones policiales.

 

La idea del desarme general y completo es relegada al olvido y nadie recuerda ya el dividendo para la paz y el desarrollo del que se hablaba cuando regía el enfrentamiento entre el este y el oeste.  Por el contrario se nos amenaza hoy con un armamentismo desaforado, completamente absurdo después que desapareció la Unión Soviética y que obligaría a un derroche de recursos que sólo beneficiará al complejo militar industrial.  Aumentarán los peligros de destrucción del medio ambiente, crearán instrumentos para presionar y someter a otros estados y para engañar a los trabajadores norteamericanos y negarles lo que ellos necesitan para vivir y para curar y educar a sus hijos.

 

Guerra de las galaxias, ultramoderna, desenfreno nuclear que no excluye el uso del uranio empobrecido y otros medios para aniquilar al hombre y a su entorno.  Pero también guerra a la antigua para colonizar y reprimir.  Para prepararla entrenan sus ejércitos en técnicas de invasión y ocupación de territorios ajenos y someten al martirio a la isla puertorriqueña de Vieques.

 

Encaramos un poder hipertrofiado que extiende sus tentáculos, cual gigantesca araña, sobre todo el globo.

 

El gobierno del Imperio está en las manos de los principales emporios capitalistas, sirve y representa sólo a un grupo de individuos, los más ricos entre los ricos.  Exige que nadie se interponga y que su voluntad sea acatado por todos.

 

El FMI, el Banco Mundial y otras entidades semejantes son sus herramientas principales.  Actúan como eficaces e implacables instrumentos de una estructura vertical de dominación en la que la cúspide de la pirámide no está al alcance de la vista.

 

Para imponerse desmantela toda otra autoridad:  desregular, privatizar, abrir los mercados, eliminar los subsidios, reducir el gasto social, dejar hacer, son las órdenes que dicta a los demás por intermedio de las instituciones “internacionales” cuyos mecanismos controla.  El supergobierno necesita que nadie más gobierne.  De paso, convertidas en dogma, algunas de esas órdenes, no todas ellas pero ciertamente las que convengan al aumento de sus ganancias, las aplica también a los trabajadores norteamericanos.

 

El neoliberalismo es el comienzo del fin de la “democracia representativa”.  El carácter ficticio que ella siempre tuvo en sociedades basadas en la desigualdad aparece ahora en plena desnudez.  Aunque aun pretende embaucar a la gente, es muy difícil simular que el estado neoliberal representa al pueblo.  Ya no hay ciudadanos sino consumidores.  Los pobres, los excluidos, son los nuevos bárbaros, extranjeros carentes de derechos.

 

La abstención se va convirtiendo en predominante y en algunos países, en la principal, tendencia política.  El empeño para enfrentarla, a la capitalista, intensifica la mercantilización, transforma al dinero en el gran elector y aumenta inevitablemente la corrupción.

 

El abstencionismo no refleja solamente el rechazo que oponen al sistema algunos sectores de una población políticamente consciente.  Para millones de ciudadanos en los países capitalistas todavía hay un largo camino por recorrer antes de alcanzar verdaderamente la franquicia electoral.  El caso estadounidense, la punta de cuyo iceberg se ha hecho visible recientemente, es ilustrador.  Su sistema electoral está diseñado, precisamente, para que sólo una parte de los ciudadanos adquiera la condición de electores y para que sólo una parte de éstos –la que pueda ser manipulada por las maquinarias- ejerza efectivamente el voto.  Desde la sacrosanta norma de que toda elección ocurra en un martes laborable hasta una compleja maraña de restricciones federales, estaduales y locales, todo ha sido concebido para que el electorado sea predominantemente blanco, anglosajón y de ingreso medio o alto.  Cuando, como el 7 de noviembre pasado, se logra movilizar a miles de nuevos electores negros, entonces se recurre a todo, incluso a la policía, para impedirles votar o simplemente, no registran sus votos ni les permiten reclamar.  Que el pueblo no cuenta para nada en ese sistema quedó demostrado con el modo en que se encaró y resolvió el mayor escándalo en la historia política de ese país.  A nadie se le ocurrió plantear siquiera lo que, sin embargo, habría sido elemental:  volver a hacer elecciones en la Florida o, al menos, en aquellas circunscripciones donde se denunciaron irregularidades.  Hacerlo hubiera sido equivalente a reconocerle al pueblo una prerrogativa que no posee, la de ser quien decida:  sus facultades deben limitarse a que una parte de él visite las urnas, una vez, cada cuatro años.  Por eso no lo propuso ningún dirigente, demócrata o republicano, ninguno de los miembros de ese partido único que Nader bautizó como “Republicrata”.  Para colmo, tampoco exigieron que se investigase y sancionase los numerosos fraudes y las violaciones flagrantes a los derechos de decenas de miles de electores, la mayoría afroamericanos.  Seis semanas de maniobras y litigios giraron sobre un solo punto:  recontar o no las boletas de aquellos a quienes se permitió votar.  Finalmente, después de haber recibido seguramente instrucciones de la plutocracia que allá ejerce el poder real, las jerarquías de ambas facciones se dividieron los recursos y poderes del Senado, proclamaron ganador al candidato por el que no sufragó más del 52% de los votantes contados y se unieron para entonar alabanzas a la “democracia representativa”.  Así se niega efectivamente a la mayoría de los ciudadanos el derecho a elegir a sus supuestos representantes que es el único derecho político que, verbalmente, les reconoce la “democracia representativa”.

 

Pero las sociedades capitalistas desarrolladas no se componen solamente de ciudadanos.  De ellas forman parte también millones de extranjeros, residentes legales o indocumentados que trabajan más que nadie, producen riquezas, mantienen servicios, engrosan ejércitos y sufren condiciones, muchas veces brutales, de explotación y discriminación y que, por no poseer la ciudadanía, carecen incluso de aquel magro derecho.  Para ellos no existe siquiera la “ficción de la representación”.  Se trata, sin embargo,  de una parte sustancial de la población de esos países y la que tiene una tasa de natalidad más elevada.

 

En un informe divulgado en los días finales del 2000, la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos estima que, en la actualidad, los extranjeros constituyen, como promedio, el 15% de la población de esos países y esa proporción aumentará sensiblemente ya que la emigración es uno de los fenómenos decisivos de la evolución del mundo en los próximos años.  Ella se incrementará, como consecuencia inevitable de las desigualdades que profundizará la globalización y porque además, con la tendencia al estancamiento y al decrecimiento de la población de los países más avanzados, éstos seguirán reclamando su presencia insustituible:  el capitalismo desarrollado continuará robando personal calificado al Tercer Mundo –por lo menos 190 mil cada año en el caso de Estados Unidos- y dependerá de los pobres del Sur para realizar las faenas más duras y peor pagadas.  Esas cifras, desde luego, no describen completamente el fenómeno.  Ni la CIA tiene datos exactos de la siempre creciente emigración ilegal ni de las incontables víctimas del comercio clandestino de mujeres y niños.  Este último, el de la nueva esclavitud de mujeres prostituidas y niños sometidos al trabajo forzoso, rasgo distintivo de la postmodernidad, atrae la atención de muchos estudiosos, entre ellos, la ONU, cuyos cálculos, en 1998, estimaban este tráfico en 4 millones de personas cada año.

 

La sociedad capitalista desarrollada necesita de la masa de desposeídos que pueblan su periferia y también se instalan de manera creciente dentro de su territorio.  Los necesita pero también los repudia y discrimina.  La magnitud del fenómeno alarma a la CIA que prevé que será fuente de tensiones sociales y políticas y hasta conducirá a cambios en las identidades nacionales de algunos países.

 

El tema migratorio es un ejemplo notable de manipulación de la información.  Todo el mundo conoce del muro de Berlín y su demolición.  Pero muy poco se sabe del que empezó a levantarse después en la frontera norteamericana con México.  Este ha sido escenario de muchas más muertes cuidadosamente silenciadas por los medios masivos de comunicación.  Sin embargo, sólo en la zona de California, entre 1994 y 1999, fueron hallados 750 inmigrantes muertos.  Ellos, al menos, fueron contados.  Nadie ofrece cifras de los se tragó el desierto o perecieron en otras partes de la larga frontera.  Entretanto el consulado mexicano en San Diego sigue teniendo como ocupación principal la de “recoger cadáveres”.[4]

 

La expansión del uso de nuevas tecnologías fomenta además otras formas de desarraigo que afectan tanto a los trabajadores de los países periféricos como a los de los centros dominantes.  Se habla ya de los nómadas del siglo XXI o los “cibernómadas”.  Trabajadores temporeros o bajo contratos especiales que se suman a la corriente migratoria o desde sus países venden su fuerza de trabajo a corporaciones ubicadas en el exterior.  La otra cara de la moneda la constituyen los trabajadores y empleados de los grandes centros industriales que han visto reducirse el promedio de permanencia en el empleo de más de 23 años hace medio siglo a menos de 4 años en la última década.  Según un estudio del Massachusetts Institute of Technology el 25 por ciento de los obreros en Estados Unidos son trabajadores a tiempo parcial pero en California esa condición define a los dos tercios de la fuerza laboral.

 

El capitalismo neoliberal tiende a borrar lo que separa a sus ciudadanos de sus “bárbaros”.  Los primeros retienen el privilegio exclusivo, si logran superar diversos escollos, de ser considerados “electores”, pero sólo para escoger entre candidatos fuera de su control que formarán asambleas perfectamente sujetas al poder del dinero.  Pero unos y otros son impotentes ante lo que Thomas Friedman calificó como “la ansiedad definitoria de la globalización” que “es el temor al cambio rápido procedente de un enemigo que no puedes ver, tocar o sentir –la sensación de que tu vida puede ser cambiada en cualquier momento por fuerzas económicas y tecnológicas anónimas”.[5]

 

No son desconocidos, sin embargo, los dueños de esas fuerzas ni los responsables de que su acción devastadora se desate sobre los pueblos del Tercer Mundo y sobre la clase obrera del Primero.

 

En el fondo estamos ante el desenlace de un viejo debate.  Con la derrota del “socialismo real”, el Imperio cree posible aplastar también el ideal democrático.  Ya no le parecen indispensables las concesiones y las maniobras para enfrentar los reclamos de un régimen verdaderamente popular.  Ahora resulta más útil que nunca la añeja falacia acerca de la “delegación” de la autoridad como principio y fin del sistema.  De la guerra fría ha salido triunfadora la “democracia representativa” o sea, el modelo político que reduce estrictamente a la “representación” la participación de la gente en el gobierno de la sociedad.  Todo el triunfalismo de sus ideólogos, todo el colosal derroche de propaganda acerca del “fracaso del socialismo” y el “fin de la historia”, no reflejan otra cosa que la necesidad, vital para el gran capital, de convencer a las multitudes de que la milenaria aspiración de la humanidad se agota con la asistencia de algunos, de tiempo en tiempo, a un colegio electoral.  Esa, la “representativa”, es la única democracia posible.  Y como ya venció a su temible enemigo, no hay más nada que hacer, la larga marcha por la democratización debe detenerse.

 

Hay que reconocer los éxitos indudables que han acumulado durante la última década.  Nunca, en tan breve espacio de tiempo, se habían adoptado tantas decisiones que afectan profundamente a tanta gente sin contar con nadie.  Así, se ponen en vigor directrices del FMI y del Banco Mundial, se eliminan subsidios, desaparecen programas sociales, cierran escuelas y hospitales, se implantan medidas de austeridad económica y financiera, se privatizan fábricas y servicios, se venden carreteras, cárceles y cementerios, se fusionan y disuelven empresas, se renuncia a la moneda propia, se entregan recursos naturales, se sumergen países en mercados ajenos.

 

Tales decisiones jamás se discuten con los pueblos que sufrirán sus consecuencias.  Casi nunca se examinan siquiera en los Parlamentos que supuestamente los representan.  Cada día, son muchos los que se enteran, con un “breaking news”, que su vida, la de su comunidad, la de su país ha sido cambiada sin remedio y para siempre.

 

Por mucho que hable de la libertad y el libre flujo de las ideas el capitalismo neoliberal sufre de una incurable agorafobia.  No resiste la idea del hombre organizado, reunido, actuando como un conjunto coherente y motivado.  Era sobre individuos aislados, entes separados sin sindicatos, partidos, o periódicos que los agruparan, que Brzezinski pronosticaba se podría “manipular las emociones y controlar la razón”[6] y realizar el verdadero “sueño americano”, el de “fabricar el consentimiento”.  Mucho antes que naciera la mamá de la ovejita Dolly, en sus laboratorios ideológicos, los “científicos” del capitalismo soñaban con la clonación mental.

 

Pero su quimera es irrealizable.  Obedeciendo a una extraña ley, los pobres, los desposeídos, los relegados, aquellos a los que quiere excluir y eliminar, se  multiplican y avanzan hasta sitiar la fortaleza dorada de quienes pretenden, inútilmente, hacerlos desaparecer.  Después de todo ¿Qué otra cosa poseen como no sea la capacidad de reproducir sin cesar una especie que se niega a la extinción?.

 

¿Cómo puede arrogarse perennidad un sistema que aplasta naciones enteras, atenta contra la vida y margina a sus propios ciudadanos?.  No puede perdurar una sociedad en la que el hombre sobra.

 

Al desbordar sin freno su afán de lucro y cubrir todo el planeta el capitalismo plantea un dilema crítico:  o su voracidad ilimitada arrasa con la naturaleza y la civilización o se le pone fin definitivamente para dar paso a una nueva sociedad, justa, verdaderamente humana.  Medio siglo después regresa como una certeza la profecía tan criticada de Schumpeter:  “una forma de socialismo surgirá inevitablemente de la igualmente inevitable descomposición del capitalismo”.

 

Para descomponerse e iniciar su declinación el capitalismo tenía primero que triunfar, llegar al máximo de su despliegue, aboliendo toda restricción e imponiéndose universalmente.

 

Pero no caerá por sí solo.  Habrá que esforzarse para anticipar la aparición de un orden verdaderamente humano.

 

Deberán desarrollarse nuevas formas y métodos de lucha que incluyan las posibilidades de comunicación e intercambio instantáneos que ofrece la tecnología actual.  La batalla contra el Acuerdo Multilateral de Inversiones constituyó una experiencia importante que puede guiar otras acciones indispensables.

 

Por primera vez pueden confluir en un mismo cauce las luchas de las naciones oprimidas y las de los asalariados de los países dominantes y junto a ellos pueden marchar los sectores y grupos religiosos y los discriminados por cualquier motivo, y todos los que quieren preservar la vida y son capaces de amar y de crear.

 

Nunca antes había sido posible concebir un frente abarcador de todo el conjunto de la humanidad.

 

Se requiere erradicar todo sectarismo, cualquier actitud estrecha y mezquina, cualquier visión aldeana y excluyente.  Es preciso una nueva Internacional que incluya a todos los que buscan un mundo solidario y libre, en armonía con la naturaleza, que respete plenamente la dignidad de cada mujer y cada hombre.  La civilización desaparecerá si no logramos derrotar al Imperio, si no somos capaces de abrir espacio al humanismo.  El futuro será socialista o no habrá futuro.

 

Un socialismo diverso, multicolor, que no surgirá como imposición dogmática, no será “calco y copia” de nadie sino, como quería Mariátegui, “creación heroica” de cada pueblo.  Será la culminación de la democracia, la realización de los sueños, los ideales, las utopías que animaron al ser humano a lo largo de los siglos.

 

Un día como hoy nació en Cuba José Martí, quien nos enseñó que “Patria es Humanidad”.  El era un niño cuando en 1868 los cubanos juramos “guerra a muerte a la explotación y la discriminación del hombre por el hombre” e iniciamos nuestra Revolución.  Un cuarto de siglo después a él tocó dirigirla hasta su temprana muerte.  Poco antes de avanzar hacia su última batalla, confiado y lúcido, nos legó esta frase, entonces promesa, hoy mandato y certidumbre:  “Conquistaremos toda la justicia”.



[1]  “Global inequality”, Martín Dickson, Financial Times, sept.22, 2000

[2]   “Global trends 2015:  A dialogue about the future with nongoverment experts:  Agencia Central de Inteligencia de EEUU, diciembre, 2000

[3]  “Falling through the net:  toward digital inclusion”.  US Department of Commerce, October, 2000

[4]  “Out –of- Control Immigration”, James Goldsborough, Foreign Affairs, Sept-Oct, 2000

[5]  “The Lexus and  the olive tree”, New York, 1999

[6] “Between two Ages – America’s role in  the Technetronic Era”. New York, 1970.

 

 

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