Anterior Siguiente
Origen y evolución histórica
En la antigüedad el derecho pecuniario del escritor carecía de significación jurídica dada la carestía y rareza de las copias manuscritas. En Grecia y Roma los autores gozaban de un considerable prestigio, pero no gozaban de ningún derecho especial sobre sus producciones. A menudo la propia fama o, a lo sumo, el cobijo de algún poderoso mecenas suponían suficiente recompensa. En otros casos, los escritores y artistas procedían de una clase social elevada y, por ende, sin necesidad de vivir de los frutos de su arte.

Muchas veces el verdadero valor ambicionado era que su obra fuese difundida para que se conociera y disfrutara.

La situación no varió sustancialmente durante la edad media. Al igual que en la antigüedad, se consideraba que el ejemplar manuscrito, en cuanto cosa física y material, podía ser libremente copiado por su propietario. De allí que la tarea de los copistas cobrara más importancia.

Es con la invención de la imprenta y las posibilidades de multiplicación de ejemplares cuando la obra escrita adquiere nuevas dimensiones. De un lado, la difusión de la palabra escrita permite establecer una comunicación más directa entre el autor y los lectores, y de otro, al entrar la obra en el comercio adquiere un valor económico más relevante debido a la multiplicación de los ejemplares que permite la imprenta.

Sin embargo, el autor no ocupará aún el primer plano en la atención del derecho porque, aunque surgida la imprenta, la rapidez extraordinaria con que se difundió el nuevo invento y la competencia afanosa entre los impresores, trajeron como consecuencia la intervención de los monarcas a fin de proteger y estimular la nueva industria editorial.

Por esas razones surgen hacia 1470 los privilegios (o regalías) concedidos a determinados libreros-impresores para la explotación exclusiva en monopolio sobre ciertas obras. Sin embargo, de este sistema no derivó ninguna protección directa al autor creador de la obra; antes bien, los privilegios se establecían en favor de los editores otorgándoles el derecho de explotación económica de la obra mediante la publicación y venta de los ejemplares multiplicados por su impresión, con la finalidad de tutelar la inversión realizada.

Sólo será más tarde cuando el privilegio a los editores se va haciendo impopular, que la exclusiva comenzará a concederse al mismo autor, pero siempre por tiempo reducido a petición suya y como concesión graciosa del Monarca.

Es a comienzos del siglo XVIII cuando cambian estas concepciones y se comienza a reclamar para los autores el reconocimiento legal de un derecho vitalicio sobre su obra.

Se configura entonces la idea del derecho de los autores como uno de propiedad y así se refleja en el decreto de la Asamblea Nacional de Francia de 1791 sobre derechos de representación de obras dramáticas y en la Ley de la Convención de 1793 que consagró el exclusivo derecho del autor para todas las obras del ingenio (comprendía a escritores, pintores, compositores y dibujantes).

En España el reconocimiento de los derechos de autor, ya no como privilegios, sino como derechos de propiedad sobre "sus escritos", con el derecho exclusivo de publicarlos y reproducirlos, comienza con el Decreto de 10 de junio de 1813 durante el período constitucional de las Cortes de Cádiz.

La configuración de los derechos de autor durante la revolución francesa como una variación peculiar del derecho de propiedad respondió a la necesidad de emparentarlos con una figura jurídica merecedora del máximo de respeto y protección en esa época histórica.

Sin embargo, en el posterior desarrollo legal y doctrinario de este derecho, desde fines del siglo pasado, amplios sectores defendieron la coexistencia de otros derechos que llamaron "morales" asociados a la personalidad del autor y que van más allá del concepto tradicional de propiedad.

Por ello el marco conceptual de la propiedad se demostró estrecho para contener las diferentes atribuciones que los denominados derechos morales asignaban a los autores titulares del derecho de propiedad intelectual. Así, por ejemplo, había que incluir el derecho a crear la obra, a publicarla o a evitar que llegue a ser conocidas (derecho al inédito), el derecho a modificarla o destruirla, a continuarla y terminarla o a retirarla del comercio (arrepentimiento), etc.

Paulatinamente fueron abriéndose paso teorías que defendieron la ubicación del derecho de propiedad intelectual en una zona mixta entre los derechos patrimoniales y los de la personalidad, formando una unidad de intereses del autor reconocidos y tutelados por el ordenamiento jurídico.

Tal es la concepción que inspira la vigente Ley de Propiedad Intelectual de España.

Anterior Siguiente